Como cada miércoles, ayer nos
reunimos el equipo educativo. En esta ocasión para realizar una reunión
pedagógica y tratar el tema de la comida.
Es un tema que nos inquieta tanto a
las familias como a los profesionales, por eso nos parece importante intentar analizar
todo lo que conlleva ese momento. No es sólo cuestión de que el niño o la niña
coma o no coma un alimento determinado o durante una semana no coma lo que
nosotros consideramos suficiente. La cuestión es intentar averiguar los porqués
de todo esto y el cómo llegamos a estos casos.
Además consideramos que es un momento
educativo imprescindible para interiorizar valores, costumbres, trabajar la
autonomía…
Os dejamos este relato sacado del
libro “Mi niño no me come” del Dr. Carlos González para que tengáis la
oportunidad de reflexionar sobre ello.
Asteazkenero
bezala, atzo hezitzaile taldea bildu ginen bilera pedagogikoa egiteko eta bertan
“bazkal ordua” lantzeko.
Gai hau familiei
eta profesionalei kezkatzen gaituen gaia da, horregatik garrantzitsua iruditzen
zaigu momentu horrek suposatzen duen guztia aztertzen saiatzea. Ez da bakarrik
haurrak elikagai bat jaten duen edo ez, edo guk uste dugun kantitate nahikoa
jaten duen edo ez. Askoz gehiago da. Hori guztiaren arrazoiak eta zergatiak
bilatzen saiatzean datza.
Gainera,
baloreak barneratzeko, autonomia lantzeko, ohiturak eskuratzeko eta abarrerako ezinbesteko
momentu hezitzailea dela uste dugu.
Carlos González
Doktorearen “Mi niño no me come” liburuan agertzen den testu bat uzten dizuegu
honen inguruan hausnartu dezazuen.
Un testimonio de
primera mano:
¿Qué nos contarían
nuestros hijos si pudieran hablar? Tal vez algo así:
Desde que
cumplí nueve meses empecé a notar a mis padres algo pesados con la comida.
Hasta entonces, mis padres me daban de comer bastante bien; pero empezaron a
querer darme otra cucharada cuando yo ya había acabado, y un día intentaron
meterme una cosa gelatinosa y repugnante que llamaban «sesito» y decían que era
de mucho alimento. Al principio eran hechos aislados, y no le di mucha importancia.
A veces, para verles contentos, me comía la cucharada de más, aunque luego me
encontraba pesado toda la tarde y tenía que tomar una cucharada menos por la
noche. Ahora me arrepiento, y pienso si no debí ser más estricto desde el principio.
¿Será verdad eso que dicen de que, si cedes ante tus padres aunque sólo sea una
vez, se malcrían y luego siempre están exigiendo? Yo siempre había pensado que
educaría a mis padres con paciencia y diálogo, lejos de los autoritarismos del pasado...
pero ahora, a la vista de lo sucedido, ya no sé qué pensar.
El verdadero
problema empezó hace un mes y medio, cuando yo tenía diez. De repente, empecé a
encontrarme mal. Me dolía la cabeza, la espalda y la garganta. Lo de la cabeza
era lo peor, cualquier ruido resonaba y me recorría el cuerpo de abajo arriba y
de arriba abajo. Cuando la abuela me decía «Cuchi Cuchi» (ella me llama Cuchi
Cuchi, y a mí, la verdad, casi me gusta más que Jonathan) sentía que mi cabeza
iba a estallar. Y, para colmo, en vez de desahogarme llorando, como otras veces,
mi propio llanto me resonaba en los oídos y cada vez estaba peor. Esa especie de
plastilina amarillenta que a veces aparece en mi pañal (no sé de dónde saldrá,
pero mamá nunca me deja jugar con ella) también cambió; olía mal y me escocía
el culito. Alberto, un amigo del parque, que ya tiene trece meses, me dijo que
eso era un virus y que no tiene importancia; pero mis padres no deben de
entender tanto de eso como Alberto, porque parecían preocupados, como si no
supieran qué hacer.
Durante casi
una semana, es que no podía ni tragar. Suerte del pecho, que siempre
entra bien; pero lo que es
las papillas, se me ponía como una cosa aquí en la garganta que acababa
vomitando. Y lo extraño es que ni siquiera tenía hambre. Yo les decía a mis
padres lo que pasaba, pero no entendían nada. A veces me desespero con ellos, y
pienso que ya va siendo hora de que aprenda a hablar. Todo lo entendían al
revés. Yo lloraba flojito y largo, diciendo «abrázame todo el rato» y ellos me
dejaban en la cuna. Yo ponía cara de «hoy, la verdad, no me apetece nada» y
ellos venga a darme más comida. Yo hacía muecas de «una cucharada más y vomito»
y ellos se enfadaban y gritaban, y decían no sé qué de «marranadas».
Por suerte,
el dolor de cabeza y todo eso sólo duró unos días. Pero mis padres no han vuelto
a ser los mismos. Siguen empeñados en darme comida que no quiero. Y no ya una
cucharada más, como antes; ahora pretenden que coma el doble o el triple de lo normal.
Se comportan de una manera muy rara; tan pronto están eufóricos y hacen el indio
con la cuchara gritando «¡el avión, mira el avión, brrrrrruum!» como se ponen agresivos
y me intentan abrir la boca a la fuerza, o les entra la depre y se ponen a gimotear.
Pensé si no sería el virus, si no les estaría doliendo también la cabeza y la espalda.
Sea lo que sea, el caso es que la hora de comer se ha convertido en un verdadero
suplicio; sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar, y se me quita la poca hambre
que tengo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario