jueves, 6 de marzo de 2014

Como cada miércoles, ayer nos reunimos el equipo educativo. En esta ocasión para realizar una reunión pedagógica y tratar el tema de la comida.
Es un tema que nos inquieta tanto a las familias como a los profesionales, por eso nos parece importante intentar analizar todo lo que conlleva ese momento. No es sólo cuestión de que el niño o la niña coma o no coma un alimento determinado o durante una semana no coma lo que nosotros consideramos suficiente. La cuestión es intentar averiguar los porqués de todo esto y el cómo llegamos a estos casos.
Además consideramos que es un momento educativo imprescindible para interiorizar valores, costumbres, trabajar la autonomía…
Os dejamos este relato sacado del libro “Mi niño no me come” del Dr. Carlos González para que tengáis la oportunidad de reflexionar sobre ello.


Asteazkenero bezala, atzo hezitzaile taldea bildu ginen bilera pedagogikoa egiteko eta bertan “bazkal ordua” lantzeko.
Gai hau familiei eta profesionalei kezkatzen gaituen gaia da, horregatik garrantzitsua iruditzen zaigu momentu horrek suposatzen duen guztia aztertzen saiatzea. Ez da bakarrik haurrak elikagai bat jaten duen edo ez, edo guk uste dugun kantitate nahikoa jaten duen edo ez. Askoz gehiago da. Hori guztiaren arrazoiak eta zergatiak bilatzen saiatzean datza.
Gainera, baloreak barneratzeko, autonomia lantzeko, ohiturak eskuratzeko eta abarrerako ezinbesteko momentu hezitzailea dela uste dugu.

Carlos González Doktorearen  “Mi niño no me come” liburuan agertzen den testu bat uzten dizuegu honen inguruan hausnartu dezazuen. 



Un testimonio de primera mano:
¿Qué nos contarían nuestros hijos si pudieran hablar? Tal vez algo así:

Desde que cumplí nueve meses empecé a notar a mis padres algo pesados con la comida. Hasta entonces, mis padres me daban de comer bastante bien; pero empezaron a querer darme otra cucharada cuando yo ya había acabado, y un día intentaron meterme una cosa gelatinosa y repugnante que llamaban «sesito» y decían que era de mucho alimento. Al principio eran hechos aislados, y no le di mucha importancia. A veces, para verles contentos, me comía la cucharada de más, aunque luego me encontraba pesado toda la tarde y tenía que tomar una cucharada menos por la noche. Ahora me arrepiento, y pienso si no debí ser más estricto desde el principio. ¿Será verdad eso que dicen de que, si cedes ante tus padres aunque sólo sea una vez, se malcrían y luego siempre están exigiendo? Yo siempre había pensado que educaría a mis padres con paciencia y diálogo, lejos de los autoritarismos del pasado... pero ahora, a la vista de lo sucedido, ya no sé qué pensar.

El verdadero problema empezó hace un mes y medio, cuando yo tenía diez. De repente, empecé a encontrarme mal. Me dolía la cabeza, la espalda y la garganta. Lo de la cabeza era lo peor, cualquier ruido resonaba y me recorría el cuerpo de abajo arriba y de arriba abajo. Cuando la abuela me decía «Cuchi Cuchi» (ella me llama Cuchi Cuchi, y a mí, la verdad, casi me gusta más que Jonathan) sentía que mi cabeza iba a estallar. Y, para colmo, en vez de desahogarme llorando, como otras veces, mi propio llanto me resonaba en los oídos y cada vez estaba peor. Esa especie de plastilina amarillenta que a veces aparece en mi pañal (no sé de dónde saldrá, pero mamá nunca me deja jugar con ella) también cambió; olía mal y me escocía el culito. Alberto, un amigo del parque, que ya tiene trece meses, me dijo que eso era un virus y que no tiene importancia; pero mis padres no deben de entender tanto de eso como Alberto, porque parecían preocupados, como si no supieran qué hacer.

Durante casi una semana, es que no podía ni tragar. Suerte del pecho, que siempre
entra bien; pero lo que es las papillas, se me ponía como una cosa aquí en la garganta que acababa vomitando. Y lo extraño es que ni siquiera tenía hambre. Yo les decía a mis padres lo que pasaba, pero no entendían nada. A veces me desespero con ellos, y pienso que ya va siendo hora de que aprenda a hablar. Todo lo entendían al revés. Yo lloraba flojito y largo, diciendo «abrázame todo el rato» y ellos me dejaban en la cuna. Yo ponía cara de «hoy, la verdad, no me apetece nada» y ellos venga a darme más comida. Yo hacía muecas de «una cucharada más y vomito» y ellos se enfadaban y gritaban, y decían no sé qué de «marranadas».

Por suerte, el dolor de cabeza y todo eso sólo duró unos días. Pero mis padres no han vuelto a ser los mismos. Siguen empeñados en darme comida que no quiero. Y no ya una cucharada más, como antes; ahora pretenden que coma el doble o el triple de lo normal. Se comportan de una manera muy rara; tan pronto están eufóricos y hacen el indio con la cuchara gritando «¡el avión, mira el avión, brrrrrruum!» como se ponen agresivos y me intentan abrir la boca a la fuerza, o les entra la depre y se ponen a gimotear. Pensé si no sería el virus, si no les estaría doliendo también la cabeza y la espalda. Sea lo que sea, el caso es que la hora de comer se ha convertido en un verdadero suplicio; sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar, y se me quita la poca hambre que tengo…

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